Misterios y desafíos del mal de Hansen
Un estudio se propuso develar por qué durante el siglo XVI los casos nuevos de lepra prácticamente desaparecieron en Europa, un anhelo que la Organización Mundial de la Salud espera alcanzar para 2020 en los países donde aún la enfermedad no puede ser erradicada.
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud, OMS, durante 2011 se registraron cerca de 220.000 nuevos casos de lepra en todo el mundo, afectando sin distinción a niños, hombres y mujeres, fundamentalmente en países que están lejos de erradicar esta enfermedad, como India, Brasil, Angola, Bangladesh, República Democrática del Congo, Indonesia, Madagascar, Nepal y Tanzania. La gran mayoría de los afectados fueron diagnosticados tardíamente, ya en un estado muy adelantado del cuadro, complejizando así el manejo de una afección que, hasta hace no mucho, era de pronóstico poco favorable.
Aunque si se trata adecuadamente en la actualidad no es mortal y su tasa de recuperación alcanza el 99 por ciento, en un estado de abandono, marginación, inaccesibilidad geográfica o extrema pobreza, seguirá causando miles de víctimas fatales. A veces la sociedad suele olvidarse de ella, pero la enfermedad existe, incluso más cerca de lo sospechado, como si persistiera en no quedar relegada a penosos capítulos de la historia de la humanidad.
La lepra es una patología infecciosa, causada por el bacilo Mycobacterium leprae, que afecta a la epidermis y al sistema nervioso periférico, transmitiéndose por vía respiratoria y por el contacto con la piel. Sin embargo, el contagio, contrario a lo que se creía hace algunas décadas, es muy bajo y se produce sólo en situaciones de extremada fragilidad social, escasa higiene y mala alimentación, responsables del progresivo debilitamiento del sistema inmunológico. Su tiempo de incubación varía de dos hasta de diez años, factor que hace difícil precisar el momento y lugar exactos del contagio.
Según la OMS, actualmente hay dos millones de personas con lepra en el mundo y su concentración geográfica coincide con los polos más graves de pobreza. Sus principales focos están en Asia, África y Latinoamérica, particularmente en países como Argentina, Venezuela, Paraguay y México. Claro que la incidencia se dispara en India y Brasil, donde se presentan el 80% de los nuevos casos.
En las últimas tres décadas las tasas de contagio han disminuido considerablemente, pasando de 700 mil nuevos casos por año a 220 mil, sin embargo, aún resta un largo camino para acabar con esta enfermedad. El desafío de la Organización Mundial de la Salud es conseguir, entre 2015 y 2020, la eliminación de la lepra, lo que supone una estadística de menos de un caso por 10 mil habitantes. Así se planteó durante el Día mundial de la lucha contra la lepra, celebrado el 27 de enero pasado, fecha instaurada por el periodista y escritor francés Raoul Follereau en 1954, luego de ver en persona las pésimas condiciones en que vivían los contagiados en una leprosería de Costa de Marfil, iniciando una campaña que se propuso trabajar en la cura de la enfermedad y en su trato como cualquier otro padecimiento, vale decir, respetando la libertad y la dignidad humana.
Estigma y terapia
Tras una serie de estudios epidemiológicos, seguramente motivados por su ejercicio en el hospital de leprosos (como se denominaba a los enfermos de lepra) de Bergen, su ciudad natal, el médico noruego Gerhard Armauer Hansen descubrió en 1873 el agente causante de la patología. El facultativo dio con el bacilo Mycobacterium leprae, terminando así con la teoría que planteaban sus colegas Daniel Cornelio Danielssen y Carl Wilhelm Boeck, quienes postulaban que la lepra era una enfermedad hereditaria.
Los primeros síntomas de la lepra son máculas o manchas poco llamativas, blancas, rosadas y eritematosas, que se distinguen por la ausencia de sensibilidad al tacto, además de la pérdida de bello en las cejas, sangramiento de la nariz y afección de las mucosas de la vía respiratoria. Más tarde surgen lesiones en el rostro, nódulos en los dedos y aumento en el tamaño de los troncos nerviosos que puede conducir a la parálisis facial y de miembros superiores e inferiores. En las fases más avanzadas produce afectación visceral (hígado, bazo y suprarrenales) y del globo ocular, lo que generalmente termina en ceguera, para luego dar paso a la etapa más grave, momento en que se producen amputaciones, deformaciones irreversibles en las extremidades y en el rostro, alteraciones en testículos y huesos y discapacidad. Es, sin dudas, una patología cruda y dolorosa, que durante siglos y como consecuencia del desconocimiento y del miedo, despertó el rechazo y llevó a la marginación. Así, sin más, surgieron poco a poco y en distintas latitudes del mundo cientos de leproserías, establecimientos sanitarios especialmente diseñados para el cuidado y tratamiento de esta enfermedad, aunque muchos de ellos, tal vez la mayoría, se transformaron en verdaderos centros de confinamiento, sin libertades, comodidades ni privilegios, que no hacían más que alimentar el fuerte estigma social que cargarían los enfermos de lepra por el resto de sus vidas.
El nombre lepra proviene del término griego lepras cuyo significado es “que se escama”, sin embargo, su origen no está claro, perdiéndose en los albores de la historia. Se han encontrado algunas descripciones de la patología en los antiguos papiros egipcios, en la Biblia, en las observaciones de Hipócrates y en los escritos de historiadores como Heródoto y Plinio. Se presume que su aparición fue en Persia o Egipto, extendiéndose luego a Grecia, Roma y posteriormente a toda Europa, donde causó estragos en la Edad Media. También existe evidencia científica reciente que prueba la presencia de lepra lepromatosa, el tipo más grave, hace más de 4.000 años en India (PLoS ONE 4 (5): e5669. doi: 10. 1371/journal.pone.0005669). Las fronteras nunca fueron un impedimento para que el “castigo divino”, como se calificó a la patología en el Antiguo Testamento, continuara con su demoledor avance.
El tratamiento farmacológico que detuvo la lepra en sus estados de gravedad y, por cierto, su potencial mortalidad, comenzó a gestarse en 1941. Primero fueron las sulfonas, luego la clofazimina, la rifampicina y, finalmente, otros antibióticos como la claritromicina, el moxifloxacino y la minociclina. Estos medicamentos se suministraban de forma aislada, pero las recaídas condujeron, a partir de 1980, a la administración de los tres fármacos (sulfonas, clofazimina y rifampicina) de manera simultánea, lo que se conoce como multiterapia, permitiendo que los enfermos se curaran en un periodo entre 6 y 12 meses y dejaran de ser contagiosos después de la primera dosis. Así los pacientes comenzaron a recibir un manejo ambulatorio y las “leproserías” o sanatorios cedieron terreno, sin embargo, el problema persiste para las personas que viven en comunidades remotas, ya que suelen recibir diagnósticos errados, exponiéndose a sufrir secuelas permanentes.
Según la Federación internacional contra la lepra, para enfrentar esta enfermedad se requiere el desarrollo de nuevas herramientas para el control de la infección, como también implementar estrategias efectivas que garanticen la reinserción social, la rehabilitación socioeconómica y el trabajo comunitario, todo enmarcado en un espíritu colaborativo que restablezca las confianzas entre sanos y enfermos, vínculo que permaneció quebrado durante siglos por la discriminación.
Resistencia desconocida
Durante mucho tiempo, la lepra fue una de las enfermedades más prevalentes de la historia. Sin embargo, hubo un periodo en que, misteriosamente, casi desapareció por completo. Ocurrió en el siglo XVI en Europa, y para intentar develar la incógnita un equipo integrado por biólogos y arqueólogos reconstruyó las cepas medievales del patógeno causante de la afección.
Tal como se detalla en una investigación publicada en la revista Science, científicos analizaron restos humanos de esa época y decodificaron casi por completo cinco cepas de Mycobacterium leprae. La tarea no fue sencilla, ya que los huesos disponibles contenían menos del 0,1% del ADN bacteriano, por lo tanto se diseñó y aplicó un método especialmente sensible para la separación de los dos tipos de ADN, logrando así reconstruir los genomas diana con un alto nivel de precisión y sin utilizar cepas contemporáneas como base.
La conclusión arrojó que, al no encontrarse variaciones significativas entre los genomas de las cepas medievales y contemporáneas, y considerado además que la forma de contagio tampoco cambió, el descenso de los casos de lepra seguramente se debió a que el huésped, o sea el ser humano, desarrolló algún tipo de resistencia desconocida al patógeno, que bien podría estar relacionada con la adaptación del sistema inmune o con un mecanismo genético de selección natural que favoreció a los europeos. Los investigadores también plantean que una combinación de factores, como la aislación de los afectados para cortar la cadena de transmisión y la mejora de las condiciones sanitarias pudieron ser claves.
Aunque no tiene ninguna aplicación clínica, el estudio y su metodología de análisis del ADN permiten entender mejor la evolución de las epidemias, la forma en que opera el patógeno de la bacteria y conocer algo más del origen de una enfermedad que, después de 4.000 años, aún no puede ser erradicada por completo por el hombre.
