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17 Diciembre 2018

La neurociencia del olvido

Para recordar, el cerebro necesita estar en constante edición. Para eso, filtra los recuerdos verdaderamente importantes, los regula y consolida, evitando que se desvanezcan. Así lo comprobó recientemente la ciencia. 

La memoria es una asombrosa habilidad que tienen los organismos vivos para codificar, almacenar y evocar las huellas de la experiencia que han permitido a los seres humanos acumular información y conocimiento e influir en el desarrollo de tipos de aprendizaje más sofisticados.

La investigación cognitiva postula que el recuerdo es la recreación, reconstrucción y montaje en el tiempo presente de una representación de algo ocurrido o aprendido, una remodelación dinámica de estímulos recibidos o experiencias vividas que no son reflejos fieles de una realidad objetiva y concreta, sino codificaciones y construcciones de sectores calificados de los estímulos o de la experiencia.

Las estructuras cerebrales involucradas en este proceso son la corteza prefrontal y la región para-hipocampal para la codificación; el hipocampo y el diencéfalo para el almacenamiento; y el lóbulo frontal para la evocación. 

De la misma forma que la memoria es un proceso natural, el olvido también lo es, porque –según la teoría de interferencia- la información previamente almacenada puede tender a olvidarse conforme con la adquisición de nuevos conocimientos y viceversa. Es decir, el cerebro –a veces- expulsa algunos recuerdos para poder aceptar otros.

Durante décadas, los neurocientíficos se habían centrado en cómo el cerebro adquiere información y en cómo ésta se convierte en una memoria estable. Sólo hace algunos años, han comenzado a desentrañar la importancia que tiene el olvido activo

Un estudio realizado por científicos del Scripps Research de California identificó los cambios sinápticos que se producen en el cerebro durante los procesos de memorización y olvido. (DOI.org/10.1016/j.celrep.2018.09.051)

Al observar dicho mecanismo en ejemplares de moscas de la fruta (Drosophila melanogaster), que comparten el 70% de los genes que causan enfermedades y que poseen muchos de los mismos órganos que el humano, descubrieron que una sola neurona dopaminérgica puede impulsar tanto la estructura de aprendizaje como de olvido.

Los científicos condicionaron a estos pequeños y humildes insectos voladores, que se han convertido en un perfecto modelo de investigación científica, a asociar un determinado olor con una descarga eléctrica. Cuando evitaron el olor, confirmaron que el recuerdo se había consolidado. 

Monitorizaron la actividad de las neuronas en el cerebro antes y después del acondicionamiento. Esto les permitió observar las bases fisiológicas de la formación de la memoria y demostrar que existen circuitos dopaminérgicos específicos localizados en los llamados mushroom bodies: el dDA1, responsable de la obtención de los recuerdos; y el DAMB, que estimula el olvido de los conocimientos recientemente adquiridos.

Con técnicas de imagen analizaron dicho proceso y descubrieron que mientras el cerebro va creando su memoria lo hace utilizando la misma neurona que está borrando un recuerdo anterior innecesario: el cerebro no sólo es capaz de optimizar sus recursos, sino también de liberar espacio para dar paso a la formación de nuevos recuerdos. 

La coexistencia de ambos mecanismos durante la adquisición de nuevos recuerdos sirve para filtrar aquellos que son verdaderamente importantes y fijarlos en un proceso denominado consolidación –que es cuando las memoria de corto plazo (MCP) se convierte en de largo plazo (MLP)- proceso tras el cual los recuerdos están a salvo de los procesos de olvido mediados por dopamina.

“Hasta ahora se pensaba que el olvido se producía de forma pasiva. Sin embargo, nuestros resultados muestran que es un proceso activo, regulado por el cerebro y que constituye un importante sistema de equilibrio que previene que nuestra capacidad de memoria se sature”, destacó Jacob Berry, uno de los autores del trabajo. 

Aunque el estudio se ha hecho en moscas de la fruta, los científicos esperan que los resultados se puedan extrapolar a los seres humanos, lo que permitiría –a futuro- proyectar el diseño de fármacos para el tratamiento patologías neurodegenerativas como la enfermedad de Alzheimer; para aliviar trastornos de estrés postraumático; e incluso para ayudar al manejo de adicciones, al estimular la memoria mediante la inhibición de los receptores del olvido. 

Por Carolina Faraldo Portus

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