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21 Agosto 2017

La lepra, desde el heroísmo, estigma social y sus desafíos

La humanidad se mantiene en conflicto con un rival milenario, hoy curable y poco frecuente, sin embargo aún no es eliminado por completo. Se le creía una enfermedad divina, pero su mayor castigo fue terrenal.

El 25 de noviembre de 1177 se libró uno de los combates más memorables del siglo XII. Ese día, unos pocos miles de infantes junto a 375 caballeros, 80 de ellos pertenecientes a la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, derrotaron a un ejército conformado por casi 30 mil guerreros musulmanes que estaba bajo el mando del sultán Saladino, quien pretendía invadir territorio cristiano. 

Todo ocurrió cerca de la ciudad de Ramla (Israel) y tuvo como protagonista a uno de los grandes caudillos de la cristiandad en Tierra Santa. Un muchacho de apenas 16 años, conocido como “cara de cerdo” y “rey maldito”.  Pese a que la victoria parecía imposible, empuñó la espada con su mano llena de llagas, luchó con una valentía inigualable y se convirtió en héroe. Sobre él, se decía, pesaban los pecados de su abuelo y su padre, sufría un castigo divino según los musulmanes, una maldición por la impureza del alma que solo la fe y un milagro podían curar. Sin embargo, jamás mostró temor frente al enemigo y su leyenda se recuerda hasta el día de hoy.

Se llamaba Balduino IV y padecía lepra desde pequeño, una patología incurable en esos tiempos. Ocultaba su desfigurado rostro con máscaras de plata y vestía con túnicas y guantes para no contagiar a sus cercanos. Solo se podían ver sus ojos y la angustia en ellos. Claro que ese lejano 25 de noviembre su mirada solo transmitía coraje y liderazgo, lo necesario para alcanzar tal proeza. “Aquel día pensé que viviría 100 años, hoy sé que no llegaré a los 30”, dijo tras ganar la mítica batalla de Montgisard. El rey leproso de Jerusalén no pudo derrotar su enfermedad y murió a los 24 años. Estaba ciego, tenía la cara completamente deformada, y sus brazos y piernas mutilados. Su cuerpo era incapaz de sentir el dolor provocado por un corte o el contacto con el fuego, un síntoma clásico del mal que lo atormentó.

El joven príncipe fue coronado a los 13 años, tras el fallecimiento de su padre Amalarico I, pero gobernó en propiedad desde los 16, tras llegar a la mayoría de edad. Pocos meses después, Saladino iniciaba la invasión y pese a su deteriorado estado Balduino IV reunió a sus tropas y salió a enfrentarlo. Educado en las armas y estrategia militar, su plan fue sorprender desde la retaguardia, y sus adversarios, desconcertados, huyeron hacia Egipto. Muchos perdieron la vida, mientras él luchaba con valor e inspiraba a sus súbditos. Fue así como se ganó el respeto y admiración de su pueblo, que recibió a las tropas cristianas triunfalmente en Israel. Ya no era un cerdo, tampoco un maldito.

Cuando Balduino tenía 9 años, su tutor Guillermo de Tiro, advirtió que al jugar y golpearse con otros niños, el pequeño príncipe no sentía dolor, comenzando así las sospechas. En su obra “Manifestaciones neurológicas de la lepra del rey Balduino IV de Jerusalén”, el doctor Ángel Guerrero Peral, neurólogo del Hospital Universitario de Valladolid (España), indaga en el origen de la patología. Un verdadero misterio, ya que en las biografías de Amalarico y su esposa Inés de Courtenay, no hay indicios de lepra, tampoco en María Comnena, la segunda esposa del entonces rey. “Posiblemente Balduino contrajo la enfermedad en sus primeros años de vida de algún sirviente de la corte; en cualquier caso, ya en el siglo XXI la mitad de los pacientes de lepra no cuenta con una historia clara de exposición a la enfermedad”.

El príncipe fue examinado varias veces por los doctores de la corte, antes de informar a sus padres, pues sabían el enorme estigma social que caería sobre el reinado de Jerusalén. “Percibí que la mitad de su mano y brazo estaban muertas, de forma que no podía sentir en absoluto el pinchazo, o ni siquiera si era mordido”, escribió Guillermo de Tiro. Finalmente, el diagnóstico confirmó los peores temores de Amalarico: su hijo era un leproso.

Muertos en vida

En la Edad Media la lepra era considerada una enfermedad enviada por Dios, que castigaba el alma y el cuerpo. “Algunos padres de la iglesia relacionaban pecados específicos con enfermedades específicas. La lepra se asociaba con la envidia, hipocresía, lujuria, malicia, orgullo, simonía y calumnia, entre otros vicios. A su vez, era sinónimo de inmoralidad, decadencia ética y símbolo genuino de la maldad”, explica la historiadora y experta en salud de la Universidad Nacional de Colombia, Diana Obregón Torres.

“En la Biblia son múltiples los ejemplos en los que Dios escarmienta a algún ser humano enviándole lepra. Eso en el Antiguo Testamento, porque en el Nuevo, esta dolencia sirve como excusa para justificar los milagros de Jesús, a quien se le atribuye la capacidad de ‘limpiar’ a varios afectados”, agrega.

En la publicación “La lepra en la Europa medieval”, el doctor Enrique Soto Pérez de Celis, académico de la Universidad Autónoma de Puebla, relata algunos de los peores episodios de la enfermedad. 

“Aquellos que padecían lepra durante la Edad Media eran expulsados de sus hogares y obligados a vivir lejos de los núcleos urbanos. Una vez que el médico confirmaba síntomas como la destrucción masiva de la cara del paciente, el sacerdote del pueblo iba a su casa y lo llevaba a la iglesia entonando cánticos religiosos. Una vez en el templo, el sujeto se confesaba por última vez y se recostaba, como si estuviera muerto, sobre una sábana negra a escuchar la misa. Terminada la homilía, se le llevaba a la puerta de la iglesia, donde el sacerdote hacía una pausa para señalar ‘Ahora mueres para el mundo, pero renaces para Dios’. Luego el leproso era llevado a las afueras de la ciudad, donde se le daba una capucha negra, unas castañuelas para que avisara de su presencia al resto de los habitantes de la región, y se le obligaba a vivir alejado de la civilización”.

También, prosigue Soto Pérez de Celis, al enfermo “se le prohibía la entrada a iglesias, mercados, molinos o cualquier reunión de personas; lavar sus manos o su ropa en cualquier arroyo; salir de su casa sin usar su traje de leproso; tocar con las manos las cosas que quisiera comprar; entrar en tabernas en busca de vino; tener relaciones sexuales excepto con su propia esposa; conversar con personas en los caminos a menos que se encontrara alejado de ellas; tocar las cuerdas y postes de los puentes a menos que se colocara unos guantes; acercarse a los niños y jóvenes; beber en cualquier compañía que no fuera aquella de los leprosos y caminar en la misma dirección que el viento”. Más tarde, con el surgimiento de las leproserías, se obligaba también a los enfermos a permanecer en estos edificios hasta la muerte, generalmente hacinados, con muy pocos cuidados e higiene, en condiciones indignas. Al mirar atrás, solo se puede sentir vergüenza.

Diagnóstico actual

Culturas milenarias han hecho referencia a la enfermedad. Se encuentran datos en el libro de los Vedas, 1500 años a.C. en India, también en el papiro Ebers de los egipcios, uno de los más antiguos tratados médicos conocidos. Lo mismo que en escritos de medicina china que datan de 500 años a.C.  Artistas plasmaron en sus obras las secuelas de la enfermedad, como Sandro Boticelli, que pintó un fresco en la Capilla Sixtina titulado “La purificación del leproso”. 

La lepra es una patología infecciosa, causada por el bacilo Mycobacterium leprae (descubierto en 1873 por el médico noruego Gerhard Armauer Hansen) que afecta a la epidermis y al sistema nervioso periférico, transmitiéndose por vía respiratoria y por el contacto con la piel. Sin embargo, el contagio, contrario a lo que se creía hace algunas décadas, es muy bajo y se produce solo en situaciones de extremada fragilidad social, escasa higiene y mala alimentación, responsables del progresivo debilitamiento del sistema inmunológico. Su tiempo de incubación varía de dos hasta de diez años, factor que hace difícil precisar el momento y lugar exactos de la exposición.

Los primeros síntomas son máculas o manchas poco llamativas, blancas, rosadas y eritematosas, que se distinguen por la ausencia de sensibilidad al tacto, además de la pérdida de bello en las cejas, sangramiento de la nariz y afección de las mucosas de la vía respiratoria. Más tarde surgen lesiones en el rostro, nódulos en los dedos y aumento en el tamaño de los troncos nerviosos que puede conducir a la parálisis facial y de miembros superiores e inferiores. En las fases más avanzadas produce afectación visceral (hígado, bazo y suprarrenales) y del globo ocular, lo que generalmente termina en ceguera, para luego dar paso a la etapa más grave, momento en que se producen amputaciones, deformaciones irreversibles en las extremidades y en el rostro, alteraciones en testículos y huesos y discapacidad.

Si se trata adecuadamente no es mortal y su tasa de recuperación alcanza el 99 por ciento, sin embargo, en un estado de abandono, marginación, inaccesibilidad geográfica o extrema pobreza, seguirá causando víctimas fatales. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay dos millones de personas con lepra en el mundo y su concentración geográfica coincide con los polos de mayor fragilidad social. Sus principales focos están en Asia, África y Latinoamérica, particularmente en países como Argentina, Venezuela, Paraguay y México. Recientemente en Chile se confirmaron un par de casos. Si bien en la última década se ha registrado una notoria disminución de los nuevos casos en América, la Organización Panamericana de la Salud (OPS), informó que el 94% de los nuevos contagios de los últimos cinco años se detectaron en Brasil.

En 2000 se alcanzó mundialmente la eliminación de la lepra como problema de salud pública, esto quiere decir que su tasa de prevalencia es menor a un caso cada 10 mil habitantes. Los últimos informes de la OMS afirman que en 2015 la prevalencia era de 176.176 casos, es decir, 0,2 por 10 mil habitantes. Hoy existe un plan internacional denominado “Estrategia mundial para la lepra 2016-2020: acelerar la acción hacia un mundo sin lepra”, cuyos esfuerzos se centran en promover la detección precoz, reducir las discapacidades asociadas e interrumpir la transmisión. Un desafío complejo para una comunidad global.

Por Óscar Ferrari Gutiérrez

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