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18 Diciembre 2017

Imagenología para descubrir el pasado

  • Dra. Oriana Valenzuela Rivera

    Dra. Oriana Valenzuela Rivera

  • Klga. Viviana Llagostera Leyton

    Klga. Viviana Llagostera Leyton

  • En Clínica Bupa de Antofagasta Jajllata se sometió a un nuevo estudio

    En Clínica Bupa de Antofagasta Jajllata se sometió a un nuevo estudio

En 1997 un grupo de trabajadores de la Región de Antofagasta encontró los restos óseos de un niño aymará enterrado hace más de mil años. Este hallazgo marcó el inicio de una de las reconstrucciones arqueológicas inéditas del norte chileno.

El desierto de Atacama –que se extiende por casi toda la costa de Perú y la zona norte de Chile- es un paisaje que se caracteriza por una aparente soledad y aridez extrema, donde un asentamiento humano sería difícil de imaginar. 

Sin embargo –en la alta puna andina, en los oasis intermedios y en los valles que bajan desde la cordillera de Los Andes- se desarrollaron durante miles de años culturas que aprovecharon los escasos recursos que ofrecía el medio ambiente, particularmente inhóspito, y crearon complejos sistemas simbólicos y políticos. Los pueblos Chinchorro, Arica y Atacameños fueron algunos de ellos.

Estas etnias agroalfareras chilenas transitaron lentamente desde sistemas sociales simples, con una economía basada en la caza y la recolección, a formas de organización más complejas, domesticando el árido paisaje a través de sistemas de regadío y técnicas agrícolas que utilizaban de manera intensiva el escaso suelo cultivable. Además, mantuvieron, tempranamente, contactos culturales con las grandes civilizaciones de las tierras altas de los Andes centrales.

Poseían sociedades altamente complejas y refinadas, tanto en lo social como en lo cultural. El ideal común a todos ellos era el acceso a la mayor cantidad de recursos posibles, lo que dio origen a una manera de ocupar los territorios, diferente a la que conocemos en la actualidad. Por eso, se hace difícil para los investigadores establecer los límites geográficos de estos grupos, porque se trataba de sociedades que ocupaban un territorio disperso y discontinuo.

Fue muy común entre ellos el desplazamiento en caravanas que, a veces, viajaban cientos de kilómetros para obtener algún producto preciado o establecer redes de intercambio de productos con los pueblos aymará, que se hallaban disgregados en diferentes pisos ecológicos de una inmensa zona que comprendía los alrededores del lago Titicaca en el altiplano boliviano; el Norte Grande chileno; y el noroeste argentino. 

Las poblaciones que habitaron en estos espacios, establecieron distintos modos de vida basados en la recolección y caza de una amplia variedad de plantas y animales. Sus presas preferidas fueron los camélidos, pero por las limitadas condiciones debieron perseguir también animales menores como vizcachas, cholulos y aves andinas. 

Como su sistema de vida requería de una alta movilidad, no construyeron habitaciones sólidas y permanentes, sino que se establecieron en refugios temporales como cuevas y aleros o en campamentos abiertos instalados en las inmediaciones de humedales en altura, ríos y quebradas. Su vida se centraba en los ambientes de valles andinos y en el altiplano arriba de los 3.000 metros sobre el nivel del mar. A pesar de ello, tenían acceso a un territorio más amplio que incluía la costa. En Chile, se ubicaron en las regiones de Arica y Parinacota, Tarapacá y Antofagasta.

Precisamente, en el litoral de la Región de Antofagasta existen diversos registros sobre el desplazamiento de comunidades originarias desde el interior hacia la costa. Esta trashumancia –con el tiempo- fue estableciendo una especie de circuito de rutas, cuya utilización dependía de las condiciones climáticas que imperaban en la época.

Lamentablemente, gran parte de esos vestigios fueron saqueados y destruidos, provocando daños irreparables al patrimonio histórico y arqueológico nacional. Sin embargo, hace 10 años, un grupo de trabajadores de la Empresa Nacional de Explosivos (Enaex) de Mejillones, que se encontraba realizando obras menores en la ciudad, tuvo que interrumpir sus faenas cuando removiendo la tierra descubrieron osamentas humanas y una serie de objetos que las acompañaban. A todas luces estaban frente a vestigios de alguna cultura primitiva que circuló por aquellos terrenos cientos de años atrás.

El renacer del elegido

El hallazgo se convirtió rápidamente en noticia. Los restos, entre los cuales reposaba un diminuto fardo funerario en excelentes condiciones de conservación, fueron levantados por expertos de la Universidad de Antofagasta (UA), que comenzaron a construir diversas hipótesis sobre él. 

Los trabajos iniciales fueron realizados por la arqueóloga del Museo Regional de Antofagasta, Nancy Montenegro Martínez, quien se vio muy interesada por este descubrimiento, sobre todo por la historia de aquel pequeño. Quería indagar sobre cuál sería su edad, qué acontecimiento le había arrebatado su vida, cuál era su rango social dentro de la comunidad, porque el ajuar que lo acompañaba y las fibras que lo envolvían parecían indicar cierto estatus.

En el hall principal del Campus Angamos de la UA se instaló una exhibición de material arqueológico, entre los que se encontraba este pequeño fardo. “Cada vez que pasaba por ahí, me quedaba admirándolo por largo rato. Un día coincidimos en la universidad con don Agustín Llagostera, arqueólogo encargado de la exhibición, a quien le propuse realizar un scanner al fardo para determinar la edad del pequeño o pequeña, descubrir su ajuar y, eventualmente, la presencia de alguna patología”, recuerda la doctora Oriana Valenzuela Rivera, radióloga dentromaxilofacial del Servicio Dental y de la Unidad de Imagenología del Hospital Regional Dr. Leonardo Guzmán de Antofagasta y coordinadora de la asignatura de radiología odontológica del Departamento de Odontología de la Universidad de Antofagasta.

A raíz del casual evento, la arqueóloga Nancy Montenegro y la radióloga Oriana Valenzuela, golpearon diferentes puertas para realizar una investigación bioarqueológica, que sirve para estudiar la variabilidad humana a nivel regional y para generar modelos de conducta que pueden aportar datos sobre demografía, patrones de nutrición y enfermedad en una secuencia temporal. 

El nacimiento de la bioarqueología, en la década de los 70’ en Estados Unidos, vino a entregar un nuevo enfoque para investigar a los grupos humanos del pasado a través de sus prácticas mortuorias y sus restos óseos, así como el ambiente de un sitio o una región determinada. Es decir, describe e interpreta los restos biológicos de poblaciones pretéritas, utilizando técnicas y métodos ordenados de la arqueología, antropología física, historia, medicina, odontología y otras disciplinas. (DOI: 10.1002/rcm.8044)

La doctora Valenzuela se aproximó a este mundo a través de la imagenología. “Mediante las imágenes obtenidas utilizando los rayos X, es posible indagar dentro de un cuerpo para buscar, principalmente, algún tipo de patología. Esta tecnología fue utilizada en las primeras investigaciones de momias en Egipto y, hace algunos años, se están utilizando estas herramientas en nuestro país para el estudio de cuerpos momificados como es el caso de las Momias del Llullaillaco y el Niño del Cerro del Plomo”. 

“Yo quería utilizar esta herramienta. Me acerqué al Museo Regional y conversé con la arqueóloga Montenegro sobre mi intención de estudiar restos óseos antiguos en búsqueda de enfermedades. A partir de esa conversación, nació la primera investigación de un fardo funerario, utilizando imágenes de scanner en la entonces Clínica Antofagasta, hoy Bupa. Las imágenes tomadas nos permitieron realizar el análisis del cuerpo contenido en el fardo sin intervenirlo, es decir, favoreciendo su conservación. En ese momento comenzó mi gusto y pasión por la bioantropología”.

El resultado fue todo un éxito. Ambas profesionales pasaron a convertirse en las protagonistas del renacimiento de un pequeño niño, enterrado en la mitad de la nada y cuyos restos corresponderían a los de un infante especial: Jajllata, que en aymará significa “el elegido”.

El viaje interrumpido

Jajllata fue el primer fósil de la Región de Antofagasta en ser estudiado a través de imagenología mediante rayos X, con tecnología de scanner. Esa primera aproximación permitió visualizar con imágenes computarizadas el material óseo, los ajuares y la dentadura, lo que ayudó a establecer interesantes datos bioantropológicos. El objetivo de las investigadoras era reconstituir la posible escena de muerte del menor.

La envoltura mortuoria –o fardo- contenía el cuerpo de un niño de unos 86 centímetros promedio de estatura. “Al momento de estudiarlo me embargaron muchos sentimientos. Al ser un niño tan pequeño, pensé en el momento de su muerte y los sentimientos que pudo atravesar su madre y su familia, ante una pérdida tan prematura. Sin embargo, al observar otros fardos estudiados, la mayoría se acompañan con ofrendas, seguramente, como una manera de prepararlos para la nueva vida que emprenderían. Creo que es muy difícil aceptar la muerte de un hijo, más aún tan pequeño. Tal vez la visión de la vida y de la muerte era muy diferente en ese entonces”, relata la doctora Valenzuela. 

De acuerdo a los antecedentes aportados por los arqueólogos, el infante pertenecía al Período Formativo, en la que el hombre estaba pasando de vivir de la caza y la recolección hacia un modo de vida más sedentario, formando aldeas, donde se sustentaban –básicamente- por los primeros cultivos encaminados hacia la agricultura, sin dejar de lado la explotación de productos marinos.

Viviana Llagostera Leyton, kinesióloga de la Universidad de Antofagasta, magíster en Antropología, arqueóloga de la Universidad de Chile y candidata a doctora en Antropología Física en la UA, se unió a la doctora Valenzuela en este hermoso y ambicioso proyecto. 

“La bioarqueología es una disciplina que combina la investigación y conocimiento de los restos humanos provenientes de contextos arqueológicos, aplicando la antropología física que determinan una serie de conocimientos como edad, sexo, enfermedades, traumas, procesos infecciosos, entre otras cosas. A su vez, esto se contextualiza con la arqueología, donde el estudio de los restos o materiales arqueológicos encontrados junto a estas personas nos entregan la información cultural requerida. De esta manera, podemos formar un panorama mucho más completo del modo de vida de las antiguas poblaciones prehispánicas”, explicó la arqueóloga.

“Así, pudimos determinar que los restos del infante pertenecen al cementerio de Tarapacá 40, sitio que se encuentra en la quebrada de Tarapacá, en el lecho del río que desagua en la Pampa del Tamarugal, ubicado a 65 kilómetros de la costa. Está muy cercano a otro importante sitio arqueológico conocido como Caserones. Este cementerio fue ocupado entre los años 1.100 a.C. a 600 d.C., correspondiendo a lo que los arqueólogos llamamos Periodo Formativo”, destacó.

“Estas personas –agregó- tenían contacto con gente de la costa, los valles y las tierras altas del altiplano. Usaban como atavío turbantes en sus cabezas confeccionados de finas trenzas hechas, probablemente, de fibras de camélido. Algunos de ellos tenían deformaciones culturales como la deformación craneana intencional, la cual era usada como marca de tradición de identidad entre los individuos. Ésta era realizada desde el momento de nacer hasta los tres años de edad, donde se deformaban las cabezas con tablillas puestas en la frente y en la nuca, las que se afirmaban con cordeles presionando gradualmente para obtener cabezas planas y alargadas (cráneo con deformación tabular), o bien, sólo con cordeles alrededor de la cabeza, para dar como resultados cráneos alargados y delgados (cráneo con deformación circular)”.

“Al morir, eran enterrados en fardos funerarios, donde el cuerpo del difunto se disponía con sus extremidades en hiperflexión y luego era envuelto en gruesos textiles o mantos de fibra de camélido, los que se amarraban con cordeles de fibra vegetal. Luego el fardo era depositado dentro de una tumba con una serie de objetos a su alrededor como cerámicos en miniatura, tejidos, cestería, restos de pescados, moluscos, semillas de algarrobo, maíz, porotos y quinua”.

Durante la primera indagación con rayos X, el turbante que llevaba puesto el pequeño llamó la atención de la doctora Valenzuela. “El infante se encontraba con sus piernas flectadas y sus brazos juntos. Se podía observar una deformación craneana artificial de tipo circular. Su cabeza estaba cubierta por un turbante precioso, de cabello o fibra animal que estaba adornado por las patas y cola de un animal. De acuerdo a la evolución dentaria de los incisivos centrales inferiores, el lactante tenía entre seis a ocho meses de edad y el análisis de la morfoestructura de las partes óseas nos permitió descartar malformaciones, procesos traumáticos, infecciosos o tumorales”.

“Cuando contemplé las primeras imágenes, especialmente las de sus manos juntas, quedé impactada. Fue como estar presenciando los últimos momentos de Jajllata, un bebé inquieto, como cualquier chiquillo actual, que imaginarlo enfrentándose a la muerte, siendo tan pequeño, me resultaba terrible, pero –al mismo tiempo- alentador, porque se apreciaba que su despido fue con mucho cuidado y amor. Al parecer, nos estaba esperando para revivir y contar su historia”, confidenció Oriana Valenzuela.

Entre acantilados y roqueríos, en una fecha aproximada al 1.000 a.C., el niño aymará viajó junto a su familia que intercambiaba productos -como era costumbre- con los Changos de la costa de Mejillones. “A lo mejor su partida se debió a algún tipo de infección, neumonía o una muerte súbita, estas dos últimas primeras causas de muerte de menores de un año en la actualidad. Quizás, su inquietud infantil le arrebato de vida de golpe, por lo que tuvo que ser enterrado a mitad de aquel camino, interrumpiendo así su viaje”, imagina la doctora. 

Jajllata se ha transformado en un compañero de ruta de la doctora Valenzuela. “Estamos conectados de cierta forma. En distintas instancias su alma revive y se manifiesta, como queriendo compartir con nosotros su verdad. Es por eso que, durante todos estos años, hemos seguido investigando sobre él, su familia y su cultura, para poder reconstruirla y mostrarla”. 

Nuevos antecedentes en 3D

En la Unidad de Imagenología de Clínica de Bupa Antofagasta se realizó en julio de 2017 un examen de scanner 3D, al pequeño fardo que perteneció a las culturas prehispánicas que habitaron la zona de Mejillones hace 2000 años.

Se realizaron imágenes en 2D y se moldearon imágenes 3D, luego de someter al cuerpo a sólo 15 segundos al equipo. Gracias a las imágenes obtenidas en el moderno scanner multidetector, en una vuelta de 0,5 segundos se hicieron 64 imágenes en forma casi simultánea. Con ellas se pudo apreciar –preliminarmente- que este pequeño efectivamente falleció cuando tenía entre seis a ocho meses de edad. Eso lo pudieron establecer por la erupción de sus dientes. 

“Desde el área radiofacial se pueden analizar las piezas dentarias, a través de las cuales podemos aproximarnos a la edad cronológica. Cuando los cuerpos son muy pequeños, como en el caso de esta momia, los dientes son un indicador muy cercano que nos puede orientar. También es posible obtener información de los huesos largos, como el fémur, húmero y tibia, para saber la estatura del bebé. Sin embargo, esto no se puede conocer de forma inmediata, ya que al estar flectado, hay que hacer un análisis más acabado para determinar la estatura que podría haber tenido el infante”, recalcó la doctora Valenzuela.

A juicio de Viviana Llagostera, la colaboración de la doctora Valenzuela en esta exploración “ha sido fundamental, pues por su experiencia anterior ha permitido que la ejecución de este nuevo proceso haya salido mucho más rápido y sin riesgo de daños, respecto a la manipulación para este individuo. Además, gracias a ella y al tecnólogo Víctor Alvear de la Clínica Bupa de Antofagasta, hemos interpretado con mayor claridad y facilidad las imágenes derivadas de examen realizado a este lactante”. 

“La información recopilada, reflexiona la doctora Valenzuela, me permite recrear parte de una vida, en este caso la de este pequeño(a). He percibido la dedicación con la que nuestros antepasados trataban a sus difuntos, la elección que hacían de los adornos que les colocan. Y lo mejor de toda esta investigación es que me he dado cuenta que no he perdido la capacidad de asombro frente a los hallazgos que vamos encontrando. En lo personal, lo más importante de este proceso es que con la información obtenida mediante estas nuevas herramientas tecnológicas podemos reconstruir nuestra historia pasada para proyectarla a las generaciones actuales”.

“Toda historia personal es un mito, con un héroe que desciende al Hades, se aleja del mundo y afronta innúmeros peligros para retornar a la vida engrandecido, ennoblecido y mejorado. Todo acto carecería de sentido si no fuera narrado. O lo que es igual, no existiría”, como señaló el destacado psiquiatra Fernando Lolas Stepke en su discurso de incorporación como miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua.

Siguiendo precisamente esa máxima, la doctora Valenzuela junto a la antropóloga Viviana Llagostera se han propuesto dos grandes metas: reconstruir la historia del pequeño a través de un cuento o representación teatral, que llegue de forma didáctica a la comunidad, especialmente, a los escolares para reforzar así la identidad regional; y reconstruir el rostro del menor en 3D, apoyados por las últimas imágenes de scanner. En estos momentos, están desarrollando un molde sobre el cual trabajará un artista plástico.

“Queremos divulgar los resultados una vez finalizado el análisis, tanto de las imágenes como del contexto funerario. La idea es realizar una publicación que esté disponible para todos los ámbitos de la educación. Aún tenemos pendiente la determinación del sexo del infante, la definición de la especie animal del tocado que adorna su turbante y el material utilizado para su confección. Completando eso, los niños, estudiantes y la comunidad en general podrán reconocer a este niño como su antepasado; identificar a las comunidades que habitaron nuestra región, tanto de la costa como del interior; y reforzar su identidad. Este trabajo científico no sólo debe ser conocido por el círculo científico, sino que por toda la comunidad, porque estamos reconstruyendo una vida a partir de la muerte y, al mismo tiempo, nuestro pasado”, finaliza la doctora Valenzuela. 

Por Carolina Faraldo Portus

Dra. Oriana Valenzuela Rivera

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Klga. Viviana Llagostera Leyton

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