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20 Mayo 2013

Catalepsia: el miedo a una muerte prematura

Existen dolencias motoras y de tipo vegetativo que pueden conducir a un estado de paralización de los movimientos y de aparente cese de algunas funciones vitales básicas, un tema que la literatura hizo eco con fantásticas historias de terror.

El entierro prematuro fue motivo de preocupación dentro de la población y la profesión médica durante el siglo XIX. Escritores como Edgar Allan Poe avivaron el temor con horribles historias de entierros y experiencias cercanas a la muerte, miedo que no era simplemente un producto del sensacionalismo literario, sino que se basaba en la incertidumbre médica legítima de la época. 

La catalepsia, como se conoció a la muerte aparente, se trata de un estado biológico en el cual una persona yace inmóvil, en aparente muerte, y sin signos vitales, cuando en realidad se halla en un estado consciente que puede, a su vez, variar en intensidad: en ciertos casos el individuo se encuentra en un vago estado de conciencia, mientras que en otros pueden ver y oír a la perfección todo lo que sucede a su alrededor (Journal of the History of the Neurosciences. 2000, Vol. 9, No. 3, pp. 286–293).

Es una condición que puede tener origen en otras enfermedades como el mal de Parkinson, la epilepsia, ciertos trastornos psicológicos –como la esquizofrenia- y el consumo de drogas duras, como la cocaína. 

Alternativamente, el individuo puede presentar signos vitales, pero es incapaz de controlar sus extremidades. Se caracteriza por una rigidez corporal, donde no hay respuesta a los estímulos; la respiración y el pulso se vuelven muy lentos; y la piel se vuelve pálida, lo que hace creer que quien ha sufrido un ataque de catalepsia ha muerto. En muchos casos, este fenómeno llevó a enterrar a personas que aún estaban con vida y que despertaron bajo tierra varios días después.

“Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?”, decía Edgar Allan Poe en su Entierro Prematuro, cuento que fue publicado por el autor en 1844, en el periódico The Philadelphia Dollar Newspaper, cuando el miedo al enterramiento en vida era muy común en la época. 

“Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba”, narraba Poe.

En 1877, una editorial de la British Medical Journal ya reportaba el infortunado caso de una joven de Nápoles que había sido enterrada con todas las formalidades de rigor. Se creía que estaba muerta, pero sólo estaba bajo una especie de “trance”. Unos días más tarde, cuando la tumba en la que había sido colocada fue abierta para la recepción de otro cuerpo, se encontró que la ropa que cubría a la infortunada mujer estaba rota y que su cuerpo estaba lacerado, probablemente, por los intentos de liberarse a sí misma de la tumba en vida. Este hecho habría provocado tal revuelo, que el juez de la ciudad italiana condenó al médico que había firmado el certificado de defunción y al alcalde que había autorizado el entierro de homicidio involuntario y fueron condenados a tres meses de prisión. 

Poe, en su obra, describe de manera realista esa sensación: “intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd…”

Comenzó a instaurarse una moda funeraria. Los ataúdes a menudo se equipaban con complejos artilugios que posibilitasen a aquel que lo necesitara pedir ayuda en tan terrorífica circunstancia. 

El doctor Jan Bondeson, especialista en reumatología, medicina interna y doctor en medicina experimenta, en su libro Gabinete de curiosidades médicas dedica un capítulo a la muerte prematura. En él narra que en Inglaterra se puso de moda los ataúdes provistos del campanario de Bateson para volver a la vida, una campana de hierro que colocada en un campanil diminuto, cuya cuerda estaba unida a las manos del presunto cadáver a través de un orificio de la tapa. Por su alto costo, este mecanismo fue adquirido sólo por los caballeros victorianos. 

Paralelo a esto, los médicos plantearon que sólo la putrefacción y la aparición de manchas eran signos seguros de que el individuo había muerto realmente. Por esa razón, los cuerpos comenzaron a ser velados por sobre los seis días, para asegurar así la verdadera muerte. 

Otros métodos utilizados fueron los pabellones de velatorios que tenían muchos cementerios para depositar allí los cadáveres un tiempo prudencial antes del enterramiento. Estos lugares se llamaron Hospitales para los muertos y se pretendía que los cuerpos estuvieran vigilados hasta que aparecieran los primeros indicios de putrefacción.

También se usaron métodos más rudimentarios como la utilización de fármacos que provocaban el estornudo y la secreción nasal; la irritación de los intestinos con enemas corrosivos; o la perturbación sonora de los oídos. Si el cadáver soportaba estos métodos de resurrección brutales se pasaba a otro tipo de experiencias peores como el corte de las plantas de los pies con navajas o la introducción de agujas largas bajo las uñas de pies y manos. Incluso en la Inglaterra victoriana, en 1896, se fundó la Society for the Prevention of People Being Buried Alive (la Sociedad para la prevención del enterramiento prematuro), que con publicaciones mensuales entregaba datos importantes sobre este síndrome.

Después de la Primera Guerra Mundial el miedo de la gente a ser enterrada viva disminuyó. A pesar de algún informe ocasional de que un presunto cadáver volvió a la vida en la morgue o incluso en el ataúd, el tema estaba perdiendo su poder de fascinación. A pesar de eso, la venta de ataúdes de seguridad patentados continuó.

Antiguamente, los casos de confusión de muerte con catalepsia eran algo bastante corriente. Sin embargo, en las últimas décadas, los avances tecnológicos han hecho casi imposible una confusión de este tipo. De todas maneras, en algunos países existen ataúdes con sensores de movimiento, los que terminarían con estos casos de vida en suspenso.

 

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