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25 Noviembre 2019

La ruta del segundo cerebro

El aparato digestivo posee más de 100 millones de células nerviosas y su interrelación con el sistema nervioso central está generando nuevas aproximaciones para abordar patologías gástricas y otras de manera integral. 

Cuando las culturas antiguas se acercaban a la enfermedad y sus tratamientos basándose en creencias irracionales, como la influencia de malos espíritus y el castigo de los dioses, los egipcios ya habían dado un salto crucial respecto al conocimiento de sus mecanismos.

Como se reseña en el Papiro Ebers, uno de los más antiguos tratados médicos conocidos que data del año 1.550 a.de C., fue esa civilización la que hace más de 4.500 años se basaba en criterios científicos como el estudio de los síntomas, diagnóstico, veredicto –equivalente a lo que conocemos como pronóstico– y, por último, el tratamiento.

Y lo más notable es que, en esa época, notaron que “el estómago constituye la desembocadura del corazón, el órgano donde se localizan el pensamiento y el sentimiento. La parte más prosaica del organismo, con sus intestinos inquietos y pestilentes, es la sede de las emociones. Si examinas a un hombre con una obstrucción en el estómago, su corazón está atemorizado; y en cuanto come algo, la ingestión se hace dificultosa y es muy lenta”. 

Durante el siglo XX, la medicina se volcó a compartimentar al cuerpo humano con el fin de alcanzar una mejor comprensión. Sin embargo, la evidencia reveló que esta “verdadera máquina” se encuentra calibrada a la perfección para la conservación de la homeostasis a través del trabajo conjunto de numerosos sistemas íntimamente interrelacionados y que no pueden entenderse completamente si se abordan de forma aislada. 

La conexión cerebro intestino es uno de esos ejemplos. En los últimos años, se han producido importantes avances en el conocimiento de los trastornos digestivos funcionales (TDF), los que han permitido entender mejor el rol de los aspectos psicológicos en estas enfermedades y las alteraciones fisiológicas gastrointestinales que las caracterizan.

Por extraño que parezca, la ciencia contemporánea ha logrado establecer nuestro sistema nervioso central envía señales al tracto digestivo a través del sistema nervioso simpático y parasimpático; y que el tracto digestivo cuenta con su propio sistema nervioso: el entérico. Este recibe entradas de ambas divisiones, pero también actúa de manera independiente, gracias a las más de 100 millones de células nerviosas que recubren el canal alimentario, desde el esófago hasta el recto. Además, en él se encuentran cerca del 70% de las células inmunes que están constantemente monitoreando y transmitiendo información en defensa del organismo. 

“Su función principal es controlar la digestión, desde la deglución hasta la liberación de enzimas que descomponen la comida, pasando por el control del flujo sanguíneo que se encarga de la absorción de los nutrientes”, explica el doctor Jay Pasricha, director del Centro de Neurogastroenterología en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, quien ha liderado varias investigaciones sobre esta red neuronal.

“Aunque se trate de un segundo cerebro, no es capaz de pensar, tal y como nosotros entendemos este concepto, pero se comunica continuamente con nuestro primer cerebro, lo que tiene importantes consecuencias”.

Se ha observado, por ejemplo, que el estrés y una variedad de emociones negativas como ansiedad, tristeza, depresión, miedo y enojo afectan al sistema gastrointestinal. Estos desencadenantes pueden acelerar o ralentizar los movimientos del canal alimentario y los contenidos dentro de él; hacer que el sistema digestivo sea más sensible a la distensión abdominal y otras señales de dolor; facilitar que las bacterias crucen el revestimiento intestinal y activen el sistema inmunitario; aumentar la inflamación en el intestino; y alterar la microbiota intestinal (DOI.org/10.1002/dev.21869).

Es decir, el estrés y las emociones fuertes contribuyen o empeoran una variedad de TDF como la enfermedad inflamatoria intestinal y por reflujo gastroesofágico, síndrome de intestino irritable y alergias alimentarias.

Los cambios negativos en el aparato digestivo son capaces de retroalimentar al cerebro, creando un círculo vicioso. Por ejemplo, una investigación anterior demostró que el aumento de la inflamación intestinal y los cambios en el microbioma intestinal pueden tener efectos profundos en todo el cuerpo y contribuir a la fatiga, enfermedad cardiovascular y depresión (DOI: 10.1515/revneuro-2017-0072).

La naturaleza interdisciplinaria de este campo de investigación –que se cruza con la psicología, neurociencia, microbiología, gastroenterología y ciencia básica– ha dado como resultado un creciente cuerpo de datos en diversos ámbitos. 

Como explica el doctor Pasricha, “desde hace décadas los investigadores y los médicos creyeron que la ansiedad y la depresión contribuían directamente a estos problemas. Pero creemos que puede ser al revés”.

Lo que sugiere el investigador es que tanto el tránsito como la salud intestinal pueden tener un efecto en el estado de ánimo de los individuos. “Esto explicaría por qué un porcentaje mayor de pacientes de lo normal con síndrome de intestino irritable desarrolla ansiedad y depresión. Esto es tremendamente importante dado que entre un 30 a 40% de la población presenta problemas de este tipo en algún momento de su vida”.

La salud digestiva depende, entonces, del equilibrio homeostático entre la función cerebral y la función digestiva; la sensibilidad, motilidad, inflamación y microbiota y, a su vez, está influida por la dieta. 

La ruta del segundo cerebro y sus aproximaciones podrían sentar las bases para propiciar un abordaje integral en este campo y futuro desarrollo de tratamientos innovadores, que alivien las dolencias digestivas modulando y trabajando los factores estresores en cada individuo, ya que la relación entre el sistema nervioso entérico y el central es bidireccional.

Por Carolina Faraldo Portus

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