El parto: de la medicina popular a la científica
Actualmente una mujer muere cada minuto debido a las labores de parto y el 99 por ciento de las veces esto sucede, lamentablemente, en países subdesarrollados. Este no es el caso de Chile en que la mortalidad materna es similar a la que se registra en el primer mundo, sin embargo, estos indicadores no son el resultado de improvisaciones, sino consecuencia de un largo y complejo proceso cuya historia comenzó a gestarse durante el siglo XIX.
El conocimiento que se tiene de la medicina chilena en la época colonial es, en general, incompleto, pero al mismo tiempo sorprendente, si se consideran las dificultades que tuvieron los historiadores para encontrar las informaciones que se han publicado, en un país como el nuestro, continuamente arrasado por incendios, catástrofes de la naturaleza y falta de gente culta que diera importancia y consignara hechos ajenos a las guerras de la conquista y a los intentos por pacificar el territorio.
Durante la Colonia y el siglo XIX, la mayoría de las mujeres daban a luz con la ayuda de otras mujeres, conocidas como parteras, mujeres que convirtieron su conocimiento asistencial del parto en un verdadero oficio que contó con la confianza de la población femenina hasta que los médicos ginecólogos y matronas se preocuparon de cubrir esa demanda asistencial.
Antes del siglo XIX se conocía escasamente el trabajo de los médicos parteros pues la medicina colonial gozó de escaso desarrollo. Sólo hacia fines del siglo XVIII se tienen noticias de una cartilla escrita por un médico español, Antonio Medina, que fue difundida limitadamente en territorios americanos en la que se daba a conocer una serie de instrucciones que debían respetar las parteras o comadres con el propósito de mejorar la asistencia que aquellas proveían a las mujeres.
El Protomedicato, órgano consultivo para las cuestiones médicas que tenía funciones académicas y administrativas, intentó regular el oficio de las parteras durante el siglo XVIII, no obstante, las atribuciones de dicho organismo tenían alcances limitados pues no existían instituciones que brindaran la formación requerida y tampoco una población femenina interesada en recibir entrenamiento formal en el oficio. Además, pocos médicos se dedicaban a la ginecología, de hecho el conocimiento e interés por el aparato reproductor femenino era bastante vago e impreciso. Por ello, durante ese siglo tuvo lugar una transformación que avanzó de la medicina popular a otra científica.
La fundación de la Escuela de Matronas, conocida también como Colegio de Obstetricia, fue producto del interés del gobierno de la época para instruir a las mujeres que deseaban ejercer el oficio de matrona. En 1842, con la fundación de la Universidad de Chile y su Escuela de Medicina, la Escuela de Matronas quedó bajo el amparo de la comunidad médica universitaria.
La Escuela dirigida por Lorenzo Sazié, médico que fue contratado en 1834 en Francia por el gobierno de Chile para enseñar Cirugía y que había sido discípulo del connotado profesor René Laennec (inventor del primer estetoscopio de madera), introdujo al país nuevos procedimientos de estudio.
El objetivo de tal creación fue dar solución al grave problema de una atención a las parturientas en el país, no habiendo quien estuviera técnicamente preparado, es por esto que se estableció en su creación, que ingresaran a la Escuela dos alumnas por cada provincia. Se estima que durante el siglo XIX, algo más de 300 mujeres hicieron los cursos de formación para el oficio de partera que, además, fue una verdadera oportunidad para integrarse al pequeño mercado laboral femenino del siglo XIX.
Del primer curso egresaron 16 alumnas en 1836 por lo que el Gobierno decretó que en los pueblos donde hubieran egresadas de esta Escuela, sólo a ellas les era permitido atender partos.Este oficio fue regulado con algunos reglamentos y se intentó, sin éxito, replicar este esfuerzo del Estado y de la Universidad de Chile en regiones del país durante el siglo XIX. Pese a la instrucción formal que ofreció dicho establecimiento, lo cierto es que las matronas que se formaron en él y las parteras, compartieron y disputaron el mercado asistencial del parto durante todo el período decimonónico.
El adiestramiento de las nuevas matronas fue, por una parte, consecuencia de la progresiva inclinación femenina por recibir esta instrucción y así dotarse de una profesión, y por otra el interés del Estado por brindar una mejor y estable oferta educativa en esta área de la salud. La formación científica de las nuevas matronas sería la mejor inversión que el Estado podía hacer, pues indirectamente colaboraba con la prevención y el cuidado de la madre y el hijo, la reducción de la mortalidad materno-infantil, la mejor y más segura asistencia de la madre al momento del parto y la disminución del campo de acción e influencia de las parteras. Al amparo de las nuevas secciones de maternidades de los hospitales públicos y de las políticas sociales específicas para las madres, el campo profesional de las matronas se convirtió en una atractiva oportunidad de inserción laboral, y principalmente, lo que no deja de ser relevante, una oferta educativa mayoritariamente escogida por mujeres.

La historiadora María Soledad Zárate en su libro Dar a luz en Chile, siglo XIX. De la “ciencia de la hembra” a la ciencia obstétrica, publicado por el Centro de Investigaciones Diego Barros Arana y la Universidad Alberto Hurtado a mitad de año, indaga en la historia de la medicina popular y científica, y en las relaciones de género que caracterizaron los vínculos entre parturientas, parteras, matronas y médicos, las que inspiraron más tarde, las políticas de protección médico-maternal del siglo XX.
El texto transita por los procesos en que convergen el cuestionamiento del protagonismo de la partera; la instrucción de las primeras matronas; la formación universitaria de los primeros “tocólogos”, y la institucionalización de la asistencia obstétrica de la Casa de Maternidad de Santiago, recinto caritativo y asistencial que acogía a las parturientas pobres y que alcanzó un reconocido prestigio entre la comunidad médica y la Junta de Beneficencia de Santiago gracias al progreso de los tratamientos médicos implementados, la infraestructura disponible y la notable gestión de los médicos, sirviendo de modelo para las maternidades que se crearon en los primeros años del siglo XX en algunas ciudades de provincias como Antofagasta y Concepción.
La historiadora plantea que la difusión de los beneficios que reportaban los servicios de matronas entrenadas y de médicos comenzó en las últimas décadas del siglo XIX, entre otras modalidades, con la publicación de manuales dedicados a la puericultura que junto con dar a conocer los cuidados de los recién nacidos, entregaban información sobre los cuidados que debían recibir las mujeres mientras estaban embarazadas, al momento del parto y durante el periodo puerperal.
A fines del siglo XIX, el número de las tituladas iba en claro aumento, según las listas que hemos revisado. La formación de las nuevas matronas en la antigua Casa de Maternidad se trasladó a la sección de maternidad del antiguo Hospital de San Borja de Santiago en 1875, sección que experimentó importantes transformaciones, especialmente desde que asumió la dirección el médico Alcibíades Vicencio en 1892.
Años más tarde, en 1913, este establecimiento fue reorganizado con el nombre de “Escuela de Obstetricia y Puericultura para Matronas”, al que se fusionó el Instituto de Puericultura de Santiago, institución de beneficencia dirigida a las madres más pobres de la ciudad creada en 1906. Los requisitos para las candidatas consistían básicamente en la presentación de un certificado de honorabilidad y buena conducta, y un certificado médico que, desde décadas, les era solicitado a las candidatas. Pero a partir de 1913, ellas debían comprobar que habían cursado el quinto año de primaria, cuestión que seleccionaba con mayor celo a las mujeres que podían ingresar a la escuela.
La nueva Escuela de Obstetricia y Puericultura ofreció las primeras novedades de la modernización de la atención a las madres: la creación de un consultorio obstétrico y el servicio domiciliario de partos. En ambos servicios, la atención a la madre y al niño era de responsabilidad de la matrona, si bien la autoridad final recaía siempre en el médico, el cual era llamado por la matrona en las situaciones que se especificaron detalladamente. Ellas trabajaban en estos servicios con el compromiso de ejercer de manera exclusiva, como una forma de controlar el eventual ejercicio privado que quisieran emprender.
La profesionalización de la atención del parto estaba en directa relación con las nuevas orientaciones de la atención materno-infantil, es decir, la consolidación de la necesidad de controlar permanentemente el embarazo y la convicción de que las matronas podían ser las agentes educativas de las madres dado la cercanía e intimidad que se establecía entre ambas.
A medida que han ido surgiendo necesidades de la salud en el área materno-perinatal y de la salud de la mujer, la matrona ha evolucionado en su formación, identificándose como una profesional idónea para satisfacer las nuevas exigencias que imponen los avances científicos y tecnológicos. Ellas –y también ellos- son las únicas profesionales de salud que se encuentra en las localidades más apartadas del país.
