Dr. Mauricio Fernández
Con los pies en la guerra
La experiencia que significó para el médico internista vivir en carne propia la guerra de Afganistán, le permite decir que siente la actual situación de Irak como un verdadero desastre. “Creo que a estas alturas de la historia no se deberían agotar nunca los caminos de la negociación y, más aun, no debería existir la vía bélica. Definitivamente esto demuestra un fracaso de nosotros como cultura”, señala el profesional con respecto a la guerra contra el régimen iraquí de Saddam Hussein, a cinco años de la vivencia bélica que aún permanece viva en su memoria.
Tras un magíster en Neurociencia en la Universidad de Chile y un postgrado en sicología, en 1997, Mauricio Fernández decidió interrumpir su trabajo en el Servicio de Urgencias del Hospital J.J. Aguirre para viajar a Baltimore, Estados Unidos, donde llevó a cabo una pasantía en el Harbor Hospital. Sin embargo, esta última experiencia no satisfizo sus expectativas, “estaba súper aburrido, porque había bastante explotación, sin muchas posibilidad de hacer cosas significativas”, cuenta el internista.
Buscando opciones, le pareció interesante la posibilidad de realizar algún tipo de trabajo humanitario. “En Internet encontré la página de Médicos Sin Fronteras, les escribí y me respondieron”.
- ¿Cómo se materializó la idea de formar parte de esta organización?
En noviembre del ‘97 mandé una carta a la oficina del organismo en Nueva York. Cuando estaba a punto de regresar a Chile me contestaron y me citaron a una entrevista. Un par de días más tarde me explicaron que me irían ofreciendo misiones y yo tenía que elegir la que me interesara.
- ¿Y por qué eligió Afganistán?
- Primero me ofrecieron una misión en Somalia y no quise porque en ese momento pensé que era demasiado riesgoso para ser mi primera vez. Cuando me hablaron de Afganistán, me pareció menos arriesgado. Craso error, pero en ese minuto acepte, me vine a Chile, arreglé mis papeles, pedí un año sabático en el hospital y me fui en marzo del ‘98.
- ¿Cómo se preparó para enfrentar esta realidad tan diferente?
- Primero tuve que ir a Ginebra. Allí me enseñaron todo lo que tenía que ver con las costumbres religiosas, la situación geopolítica y militar de la zona y algunos aspectos fundamentales sobre seguridad personal. Además te vacunan contra todas las posibles enfermedades y te dan indicaciones acerca de los problemas sanitarios.
- Específicamente: ¿qué tipo de cosas les enseñaban?

- Cada zona en conflicto tiene reglas propias. Afganistán, en esa época atravesaba una guerra civil entre los talibanes y la Alianza del Norte, por lo que había premisas básicas como nunca conducir; nunca andar por un camino que no se haya pisado antes, pues hay minas antipersonales en todos lados; nunca recoger nada de la calle, porque las minas asemejan múltiples cosas como lápices o pelotas; para dónde arrancar y para dónde no; nunca estar solo, salir acompañado por un traductor y el chofer del auto; dormir pegado al muro bajo el marco de la ventana, para evitar que te llegue una bala perdida a media noche.
La guerra es guerra
Luego de una semana en Ginebra, donde asistió a charlas diarias, el doctor Mauricio Fernández partió a Pakistán para reunirse con el equipo de Médicos Sin Fronteras que coordina toda la región. “Después tomé un pequeño avión de la Cruz Roja hacia Afganistán, porque ahí ya no hay vuelos comerciales, son todos de la Cruz Roja o de las Naciones Unidas”.
¿Cuáles fueron sus primeros pasos en Afganistán? -
- Cuando llegué nos fuimos a una ciudad afgana llamada Maimana, donde me recibieron las jefaturas en un encuentro muy informal. Me explicaron cómo funcionaban los sistemas de comunicación y de transporte, y cosas como que cada uno tiene un jeep y si se necesita ir más lejos es posible conseguir algún avión o helicóptero de la Cruz Roja o de Naciones Unidas, pero jamás se debe usar aparato militar afgano. Aunque estuve sólo una semana en esa ciudad, comencé a sentir la crudeza de la guerra. De hecho, no podía dirigirme a mi destino final porque estaban bombardeando el aeropuerto. Entonces uno se da cuenta que la cosa no es nada suave y que la guerra es guerra.

Cuando paró el bombardeo y logró llegar al territorio que le asignaron –las ciudades vecinas de Taloqán y Konduz- el doctor Fernández se encontró con su equipo de trabajo. “En Taloqán, mi lugar de residencia, llegue a una casa donde había una matrona belga, jefa del local de misión; una enfermera sueca y un cirujano francés, que estaba esperando que yo llegara como ‘relevo’ para terminar su misión, por lo que a las pocas semanas quedamos sólo tres personas. La ciudad era como un pueblo del altiplano con construcciones de barro, casas sin techo, medio destruida. Sin agua potable ni luz. Para imaginarla hay que olvidar que existe la civilización occidental como la conocemos”.
- ¿En qué consistía su misión?
- Tomé a mi cargo el área en términos de salud pública. Me dediqué a instruir a los médicos de la zona porque había que hacer un control epidemiológico, coordinar el programa materno-infantil y apoyar la planificación familiar. Cuando tomé la decisión de ir, imaginé que no habría nadie y que yo iba a ser el único doctor del lugar, pero me encontré con un número importante de médicos locales sin mucha actualización en sus conocimientos, entonces lo que hice fue enseñarles a través de cursos y talleres.
- ¿Cómo logró motivarlos?
- Intentaba no atender yo solo a los pacientes, sino que llamaba al médico que estaba de guardia y juntos examinábamos, hacíamos el diagnostico y determinábamos qué hacer. Así comenzaron a darse cuenta de que poseían más herramientas de las que pensaban.
- ¿Fue muy difícil adaptarse a la idiosincrasia de los afganos?
- Al contrario, porque las personas son espectaculares y eso me facilitó las cosas. Es gente que vive en guerra, donde todos los días mueren muchos por infecciones, enfermedades y por la propia violencia, pese a lo cual mantienen un espíritu alto y contento. Son personas muy rectas, nunca mienten, siempre te dicen lo que piensan aunque sea chocante. Nos protegían contra todo, porque nosotros éramos importantes para ellos.
- ¿Qué fue lo más complejo?
- Vivir la guerra. Es una cosa horrible eso de saber que la muerte está en todas partes y que en cualquier momento te puede tocar a ti. A las cuatro de la mañana empezaba el ruido de guerra en la frontera, a 20 kilómetros de donde estábamos. Se sentían bombardeos, disparos de metralletas y granadas todo el día. En la noche hay francotiradores y baleos en las calles. No para.

- ¿Hubo algún quiebre entre el deseo inicial de querer ayudar y el contacto con la realidad?
- Tuve la suerte de estar con un excelente equipo de personas. Aileen, la enfermera, había estado en Bosnia y en otros lugares en que se vivían situaciones bastante terribles, por lo que tenía una visión muy especial de estos conflictos. Nadia, la matrona, había hecho misión en Sierra Leona, el Congo, Burundí y en cuanta atrocidad se te pueda ocurrir, por lo que también tenía mucha experiencia. El hecho de compartir con ellas me ayudó a enfrentar el shock inicial, que es muy fuerte. Eso de escuchar una bomba, es algo que produce una sensación negra en el alma, un vacío. Uno sabe que quedó la escoba, que murió gente. Pero de a poco te das cuenta que estás para ayudar y no vas a poder hacer muchos cambios. Lo importante es que lo poco que hagas puede significar mucho en la vida de esas personas.
- ¿Qué es lo más esperanzador?
- Cuando te das cuenta que después de un mes el hospital es otro y que los policlínicos también están creciendo, y que donde tú vas y pones un poco de energía la cosa mejora y florece. De hecho, después de cuatro meses nos convertimos en el mejor hospital del norte afgano. Los médicos locales estaban muy contentos con el entrenamiento y sé convirtieron en gente importante dentro del ámbito de la salud; monitores entre sus pares. La cosa empezó a crecer y a mejorar de manera abismante. Uno veía gente que venía desde poblados a 400 kilómetros y que había tres hospitales en el camino, pero preferían venir acá porque sabían que los atendían bien y estamos hablando de médicos locales.
Zona de catástrofe
El doctor Mauricio Fernández, junto a Nadia, la matrona y Aileen, la enfermera, repartían su tiempo entre el hospital y siete policlínicos. Muchas veces no pudieron llegar por el recrudecimiento de los combates. “La situación de guerra hacía difícil moverse, porque íbamos para un lado y bombardeaban. Siempre estábamos corriendo y tratando de salir del área de acción”.
- ¿Qué fue lo más difícil que le toco enfrentar?
- Fueron muchas cosas. En el equipo teníamos un dicho: ‘Afganistán tiene más imaginación que la que nosotros nunca podríamos tener’. Siempre te ponía a prueba y como mucho nos daba una semana de descanso entre catástrofes. Por ejemplo, cuando llegué estaban terminando de revertir una epidemia de sarampión, que significó vacunar a toda la población infantil. Estamos hablando de un millón y medio de niños. No fue fácil considerando que no hay cadena de frío, hay que pedir las vacunas al extranjero, los caminos están minados, por lo que tuvimos que repartir las dosis en burros o bicicletas, o convencer a la gente para que viniera a los lugares de vacunación. Una vez superado eso, vino una epidemia de meningitis.
- Por lo que se ve, les llovía sobre mojado
- Claro. Si cuando se frenó la meningitis hubo un brote de fiebre hemorrágica del Congo, donde Aileen y yo nos contagiamos, porque nos contaminamos con sangre de una niña que después murió. Tuvimos que salir en cuarentena a Pakistán, pero gracias a una excelente atención con antibióticos y antivirales no nos paso nada.
El 30 de mayo de 1998, cuando les faltaban pocos días para terminar la cuarentena, llamó el jefe de Médicos Sin Fronteras de la región, para avisarles de un terremoto en su zona. “Pensé que era una broma, pero no. ‘La primera impresión es que hay unos 10 mil damnificados’, me dijo Jaques. Subimos a un avión de la Cruz Roja y volvimos a Taloqán. Ahí estuvimos diez días casi sin dormir, tratando a las personas heridas y buscando cómo ayudar. Junto con la gente de Naciones Unidas y Cruz Roja les dimos agua, comida y techo a los afectados. Fue bien ‘a lo Indiana Jones’, nos sacamos la mugre, pero sirvió. Después llegó un equipo de relevo de Médicos Sin Fronteras que venían ‘fresquitos’ y volvimos a nuestro quehacer normal. Ellos terminaron el trabajo del terremoto. Al final se cayeron 86 aldeas y murieron 4.200 personas”.
- ¿Qué pasó después del terremoto?
- Cuando volvimos a Taloqán bombardearon el bazar, que era como el mercado central en el centro de la ciudad. Nosotros estábamos en una reunión con el ministro de salud del área. Escuchamos un jet y cayeron las bombas a unos 200 metros de donde estábamos. Incluso sentimos la onda expansiva, que es como una ola de mar que te empuja y te bota. Esa fue la primera vez que estuvimos tan cerca de un bombardeo.

- ¿Hubo muchas víctimas?
- Sí, fue horrible. Cinco minutos después del bombardeo comenzó a llegar la gente mutilada. En el suelo del hospital había una fila de 50 personas heridas y todas estaban mal. Había que decidir cuál iba a pabellón, cuál a sutura, cuál a curación y cuál estaba más allá de nuestras posibilidades.
- ¿Sintió alguna vez que había gente que en ese momento no podía salvar, pero que con más tiempo y mejores recursos el resultado habría sido distinto?
- Absolutamente. Pero si uno veía que una persona no se podía salvar, no se podía y punto. Había que enfocarse en lo posible. Pero en ningún caso me endurecí como persona, incluso me pasó al revés. Me tocó una niña pequeña con meningitis que yo pensé que podía salvarse. Hicimos todo, incluso más de lo que debimos, y no sé si el resultado fue bueno, porque quedó ciega y sorda. Con esas secuelas en un país como Afganistán esa niña va a tener muy pocas oportunidades. Desde entonces asumimos que había que hacer todo lo que pudiéramos con lo que teníamos, pero no enfocarnos en conseguir cosas imposibles o en lamentar la falta de recursos, porque si no hubiéramos estado ahí el día del bombardeo al bazar, tal vez hubiesen muerto 100 personas y porque estuvimos murieron sólo 42.
- ¿Y qué vino después?
- Ya nos reíamos, porque no sabíamos que más podía pasar. Entonces surgió un brote de cólera que no pudimos controlar bien, porque apareció en ciudades que estaban a metros de la línea de fuego. Como no estábamos autorizados para ir, les dábamos instrucciones a los militares de la zona y les mandábamos los equipos, pero no resultó. Después hubo un brote de sarampión y al poco tiempo Estados Unidos bombardeó Afganistán en represalia por los atentados en Kenia y Tanzania. Ahí nos tuvimos que ir porque la cosa se puso muy violenta.
- ¿Fue muy difícil abandonar Afganistán?
- Sí, nos sacaron medio escondidos un mes antes del término de la misión. Fue muy triste y complicado, porque nosotros supimos un día antes del bombardeo -desde el pentágono llamaron a la jefatura de tres organizaciones y dijeron ‘saquen a su gente de Afganistán, porque va a pasar algo’- y los afganos lo tomaron como una traición, porque supusieron que sabíamos y no les dijimos nada. Tras la caída de los misiles se montó un movimiento anti occidentales y, pakistaníes y afganos, andaban buscando extranjeros en la calle para matarlos. El gobierno local de Pakistán nos refugió en un hotel con resguardo policial y después nos llevaron camuflados en taxis rascas hasta el aeropuerto. Nos juntamos todos en Bélgica dos semanas más tarde.
- Debe ser emocionalmente fuerte dejar un lugar de esa forma
- Sí. De hecho fue muy triste salir de ahí sin despedirse, sin decirle a la gente que nos había ayudado: ‘oye, gracias’. Yo establecí una relación muy estrecha con los médicos y actualmente no hay ninguna posibilidad de contacto, porque en Afganistán no hay correo ni teléfono. No sé si están vivos o muertos, porque después de que salimos bombardearon Taloqán y los talibanes aprovecharon el momento para avanzar y tomarse la ciudad. Hubo peleas y matanzas.
Limpiar el alma
Cuando Mauricio Fernández y sus compañeras de equipo llegaron a Bélgica, cada uno se tomó una semana de vacaciones. “Después nos juntamos en Ginebra e hicimos el balance final de misión y dejamos escrito un proyecto, para que el trabajo fuera continuado cuando se pudiera. También hicimos sesiones grupales e individuales con psiquiatras y entre nosotros mismos, para dejar las mentes y almas limpias, porque uno termina bastante mal del ‘mate’ con la guerra. Algunos partieron a una nueva misión y otros volvimos a nuestros respectivos países”.

- ¿Qué pasó con su fe en Dios cuando estuvo en Afganistán?
- Me ayudó a estar ahí. Mis creencias y valores fueron herramientas que me sirvieron para meditar, orar y hacer ejercicios, porque es muy importante nutrir el alma y el espíritu, o si no te vas poniendo como vacío, seco. También nos nutríamos entre nosotros: todas las noches nos juntábamos y cada uno contaba su experiencia y soltaba lo que tenía dentro. Hacíamos catarsis grupal, escribíamos lo que nos pasaba, cantábamos o nos tomábamos un trago.
- ¿Qué tipo de contacto mantuvo con su familia durante la misión?
- Yo diría que el contacto de tipo telepático era el más frecuente –bromea- porque cada vez que quedaba la escoba mi mamá de alguna forma lo sentía y se volvía loca preguntando que pasaba hasta que lograba comunicarse. Mis padres estaban preocupados, pero me apoyaron cien por ciento. Mi hermana, por ejemplo, hizo una cadena con mis amigos y me llegaba un alto de cartas cada dos meses.
- ¿Qué pasó al regreso?
- Fue bastante difícil. Lo que más me costó fue darme cuenta y aceptar que existe una ignorancia masiva sobre estos conflictos, que incluso hoy continúan pasando sobre todo en Asia y África. Mucha gente vive preocupada de cosas superficiales, cuando hay miles de personas muriendo de hambre, de diarrea, o que quedan mutilados por pisar una mina. Esa ceguera de la cultura occidental es lo que más choca. Lo otro que cuesta es habituarse a que uno puede caminar por la calle y que no te van a balear. Allá yo no podía andar solo ni asomarme por un balcón.
Médicos Sin Fronteras
La entidad nació en 1971 como una organización privada, independiente, apolítica y aconfesional, con el propósito de brindar ayuda a poblaciones en situación precaria y a las víctimas de catástrofes de origen natural o humano. Cuenta con un millón y medio de socios en todo el mundo y envía cada año a más de dos mil profesionales de 45 nacionalidades a los diferentes escenarios de crisis repartidos por el planeta. Además de atender las emergencias, construir estructuras sanitarias y enseñar a las personas a ayudarse a sí mismas, sus miembros tienen la facultad y el deber de denunciar las violaciones a los derechos humanos, sin discriminación de raza, sexo, religión, filosofía u orientación política.
En 1999, el mismo año en que el doctor Mauricio Fernández comenzó su beca de Medicina Interna en la Universidad de Chile, el organismo fue distinguido con el Premio Nobel de la Paz.
Por Paloma Baytelman
