Ráfagas de Cultura y Arte

123 tremenda población, pero ahora es posible que su gente, buscando mejores destinos, se haya alejado. Llantos de penalegría. Ese verano en Voigue varias personas del grupo me generaban respeto y admiración. O ambas. Uno de los que mostraba cultura e ironía en sus diálogos era un tipo flaco, barbón, de religión judía, que se veía muy atento a las emociones de nosotros todos. Entiendo que después de la Guerra de los Seis Días se marchó a Israel. El recuerdo más vívido que nos dejó Jaime fue el día que iniciamos el regreso, al embarcamos de vuelta, alejándonos para siempre del lugar. Subimos, todos, a una barca grande que nos llevaría a Achao, ya ciudad y no lugar poco poblado, después de poco más de un mes en lugares pequeños, de poca población. Cargamos nuestros bultos y la barcaza despegó de algo parecido a un muelle, que había en Voigue y, en esos momentos, al alejarnos de la costa solo hablaban los chilotes que participaban en la maniobra de partida. Ningún santiaguino decía una palabra. La brisa del mediodía se oía y sentía, en medio de un sol que no conseguía iluminar nuestra tristeza. Silencio. Hasta que Jaime no aguantó más y empezó a sollozar. Y, en silencio o con algún ruido suave, llegó la epidemia del llanto. Algunos con sollozos, otros con lágrimas que rodaban silenciosas… Durante el viaje a Achao reinó el silencio, interrumpido solo para dar o recibir instrucciones ineludibles. Han pasado décadas y el recuerdo de ese momento aún me aprieta el alma. Jaime fue el más sincero, pero hasta Lucho, el de ingeniería que había dirigido las obras de la posta, tosía y se limpiaba la garganta. Yo no sollocé, pero tenía el alma encogida. Nunca olvidados. Un hermoso tango de Carlitos Gardel dice “que veinte años no es nada”. Desde ese día han pasado muchos más de veinte y nunca ese verano ni esos días de trabajo se han apartado de mí. Y se, con certeza, que a muchos de ese grupo les ha ocurrido lo mismo. Después del regreso nunca volvimos a estar todos juntos; aunque se mantuvo contacto esporádico con varios de ellos. Y, ya en Santiago, se mantuvieron algunos amores y se desarrollaron nuevos momentos. Mientras escribo esto me surge el deseo de que estén vivos y felices y llenos de eso que tuvimos aquel verano. Pero varios ya no están. Y de otros: no supe más. Menos mal que esos fueron pocos… Alan y sus Yates cantaban…”Son mil recuerdos, de aquel verano, en que yo te conocí, noches de luna que pasé yo junto ti”. La banda era de los años 1960 y la música era lenta, como para bailar despacio y pegaditos… Son mil recuerdos, pero no me producen la sensación que me llega al recordar al grupo aquel, del trabajo de verano. Huellas. Se me ocurre que hubo gente que aprendió algo de Canadá gracias a un gran cantante de allá. Famoso por décadas, su primera vista a Chile originó un enorme desorden en el aeropuerto, conducta multitudinaria que sorprendió. Y cantó en una presentación en un estadio de la calle Independencia, cerca de la plaza Chacabuco. Nos gustaba oírlo en muchas, muchas canciones y, entre ellas: una que decía que ya había pasado el verano… Sí, nuestro verano pasó, pero nunca ha sido olvidado. Quedaron huellas para siempre. Si, pasó el verano. Y pensar que, en 1962, el Larry Nilson cantaba una canción sobre los besos finales y sobre otro verano, que ya se iba… Mmmmm… y una de esas canciones de verano decía que… ¡También en invierno se puede querer…!

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