116 mejor y más amplia visión de la realidad en que se iban a desenvolver. Tal vez también contribuyeron al intercambio humano y a que personas de lugares apartados de las ciudades grandes se sintieran estimuladas y consideradas. Este escrito trae a la memoria esos episodios y pretende motivar al lector para que piense el tipo de sociedad en que quisiera vivir y cual quisiera dejar a los que le seguirán en la vida. El lento tren. Partimos en un tren de lenta partida -se decía “a la vuelta de la rueda”- desde la Estación Central, uno de los primeros días de enero. Aún ignoro si dicho tren estaba destinado solo a ser ocupado por estudiantes o incluía vagones para otros tipos de pasajeros. Era muy lento y se detenía en muchas estaciones, en un recorrido que permitía verlas en detalle y mirar bien el paisaje. Pero, sin duda, era excitante (¡y mucho!) subir a conocer, compartir, admirar o encontrar feos, a otros humanos jóvenes. ¡Y universitarios, como uno! ¡de otras carreras de la Universidad del Nombre Bonito!. Y del piedragógico, apodo del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, famoso por sus protestas políticas y de otros tipos, instancias con peñascazos que, desde la perspectiva de la isla en la que estuvimos ese verano se recordarían lejanaaaas, muy lejanas. Los universitarios pasajeros-trabajadores llegaban con maletas y bolsos. Aún no entraban las mochilas a la vida diaria. Viajábamos en tren, desde la Estación Central y no desde la Estación Mapocho. Supongo que se prefería el tren porque los caminos para vehículos mo-torizados eran insuficientes y con baches y zonas sin pavi-mentar, pasando por el centro de pueblos y ciudades interfiriendo en la actividad de esos lugares, amén de no llegar a todas partes y tener riesgos de accidentes, como choques y atropellos. Además, los vehículos que usaban caminos no dejaban estirar los pies a los viajeros y, muy rara vez, tenían un lugar donde eliminar aguas menores y aguas mayores. Era mejor el tren; aunque más lento. Claro que esa decisión evidenciaba la injusticia geográfica de que la red hacia el sur de la capital era más extensa que la que llevaba al norte del país. Hacia el sur. Aún ahora la Estación Central está en Alameda, camino a la salida de Santiago hacia Maipú. El lugar tiene un tejado histórico, que muchos años después aún hace recordar a Gustave Eiffel, que introdujo ese estilo en el mundo e instauró una era de hierro negro u oscuro. La estación fue una huella, como tantas otras que ese francés dejaría en ciudades y puentes de muchos países. No muy lejos de ahí, de la estación, una segunda estructura mostraba lo que sería otra de sus improntas: el Artequin, que no fue diseñado por el y llegaría a ser un museo de hierro celeste oscuro, en Avenida Portales: sector que había pertenecido a la familia de Diego Portales Palazuelos, barrio lleno de historia nacional, en especial del siglo XIX.
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